lunes, 9 de mayo de 2011

Cinturón, por Mayra Montero


CINTURÓN


Murió un sujeto apodado Arcángel. Tenía 20 años y vivía en el residencial Nemesio Canales. Según los informes de prensa, cuando el cortejo fúnebre partió del residencial con rumbo al cementerio, hubo multitud de disparos al aire. Disparos que fueron hechos prácticamente en las narices de la alta jerarquía policiaca, toda vez que, al pasar junto al Cuartel General, los participantes chillaron gomas y empuñaron sus armas.

La policía, al parecer, los siguió de cerca. Detuvo un carro gris donde viajaban dos individuos. A uno de ellos le ocuparon un arma, pero cuando estaban interrogando al segundo, «apareció un grupo de mujeres armadas con un bate que lo arrancó de las manos de los agentes». Este dato, aparecido en la historia que publicó Primera Hora, da una idea de lo que fue el entierro, y otra idea, más importante todavía, de lo hondo que ha calado la cultura del narcotráfico.

Que en medio del desorden y de la obvia comisión de un delito, como lo es disparar al aire, se ponga en práctica una estrategia para que sean las mujeres las que intervengan, con un arma poco convencional como es un bate (pero que, en cualquier caso, podría estar allí porque le pertenece a un niño) es un hecho que merece reflexión.

A la pregunta de una reportera sobre el origen de los disparos, la madre de Arcángel contestó: «No, mi amor, fue todo legal, porque, ¿sabes qué? Que ellos comprueben que nosotros tiramos al aire». Escalofriante.

Como escalofriante resulta que la gran mayoría de los vecinos del residencial José Celso Barbosa consideren que se ha cometido una injusticia con la convicción de Angel M. Ayala Vázquez, alias Angelo Millones, a quien consideran «el Pai de nosotros». Una especie de padre, claro que sí.

Y lo cierto es que Angelo Millones, que tiene la culpa de tantas cosas, no tiene la culpa de esto. Conectó con la gente, con sus vecinos de toda la vida; controlaba a los rateros (a su manera, cruenta y repugnante: trituraba dedos y disparaba a las rodillas), e impuso un código particular que, en un mundo sin códigos y sin justicia, tiene que haber sonado a gloria.

Toda esa gente que añora al narcotraficante, y que sabe perfectamente a lo que se dedicaba, se sentía respaldada, atendida por él. Si los periodistas, cuando van a Barbosa, no encuentran a casi nadie que les quiera admitir que están contentos de que haya sido condenado y desterrado, no es porque tengan miedo. Es lo contrario: estimaban la presencia de Angelo Millones, y sin él se sienten más frágiles, más a merced de la guerra anárquica en la calle, guerra que la policía no ha podido ni puede controlar.

El abandono en que viven las comunidades; los esfuerzos que se han hecho para dinamitar proyectos decisivos, como el del Caño Martín Peña por ejemplo, no sólo fomentan la desigualdad y las brechas tan enormes que se van abriendo. También, cómo no, les ponen en bandeja de plata a los narcotraficantes la posibilidad de convertirse en lo que son dentro de algunos barrios y residenciales.

Ellos trabajan el concepto de la lealtad y la conciencia de clase; a su manera, que es distorsionada y criminal, pero lo trabajan. Ya sé que las clases sociales no existen, según las teorías neoliberales bajo las cuales estamos conviviendo. Pero existen, y los tipos como Angelo Millones, los que lo sustituyen hoy en el negocio, no se distancian o desvinculan del lugar donde crecieron. Rara vez se mudan a urbanizaciones de lujo, y, si lo hacen, mantienen su reducto donde se saben seguros y admirados.

Ningún gobierno, hasta ahora, ha logrado una conexión real con la gente de los residenciales y las comunidades más golpeadas. Si lo hubieran hecho, hubieran tenido que enseñar un par de cosas; inculcar un par de ideas y una capacidad de lucha que no les conviene inculcar. ¿O entonces? La misma gente que hoy los desafía para poder disparar al aire en un cortejo fúnebre, los desafiaría en otro plano, mucho más significativo. Y eso es un riesgo.

Ultimamente es peor. Cuando ha habido un intento por organizarse con un sentido cívico y contestatario, desde el Ejecutivo o la Legislatura minan esos intentos: expropian, desarticulan fideicomisos, aniquilan la capacidad de las comunidades para impugnar proyectos en los tribunales. Y si nada de eso les funciona, acuden al viejo truco de desprestigiar.

Visto desde esa perspectiva, les conviene más que los modelos en los residenciales y en los barrios más pobres sean los tipos como Angelo Millones. O los individuos como el difunto Arcángel del Nemesio Canales.

La frustración y la ira de su madre se van por el lado equivocado. Y el lado equivocado es el más manipulable y cómodo. El más disperso. Cuentan que en el entierro de Arcángel, a la entrada del cementerio sitiado, la Policía repartió multas entre los familiares del difunto por no llevar puestos los cinturones de seguridad. «Me mataron a Luis Daniel Hernández» clamaba la madre, «alias Arcángel la Maravilla... Que ellos comprueben que tiramos al aire. Nosotros tenemos el cinturón puesto».

Un cinturón erróneo, buena señora. Un espejismo

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